A fines de 1978, quince restos humanos fueron encontrados en los hornos de una mina de cal abandonada en el sector de Lonquén, al suroeste de Santiago. Eran los cadáveres de quince campesinos de la zona que habían sido detenidos por carabineros en octubre de 1973, a poco menos de un mes del golpe militar. Casi exactamente diez años después, El 12 de enero de 1989, Gonzalo Díaz expone por primera vez su instalación “Lonquén” en la galería santiaguina Ojo de Buey: “Solo después de diez años de retención metabólica, de mirar lo que ocultan esas fauces fotográficas de medio punto -arquitectura adecuada a la magnitud de una masacre- se me ha hecho posible enfrentar directamente el Via Crucis de este pavoroso asunto” -dijo el artista en el catálogo de aquella muestra.
Según Pablo Oyarzún, la retención de que habla Díaz «no se debe sin más a una voluntad, a una disciplina y a un control consciente, sino que ha sido forzada por la evidencia enceguecedora de la ruina, de esa especie de monumento funerario de “piedra sobre piedra” (…) Una retención que es un ejercicio admirable de supervivencia en el arte; de supervivencia del arte, se diría asimismo, “en medio de la hecatombe.”