En la primera mitad del siglo XIX una pareja de jóvenes pintores alemanes emprende un viaje a caballo a través de la Cordillera de Los Andes. De las peripecias de esta aventura tan sólo conocemos algunos fragmentos de cartas, investigaciones extraviadas y escrituras ficcionadas. Más de un siglo después, el escritor argentino César Aira publicó por primera vez su narración de los hechos. En medio del relato, el autor menciona que, en cierto punto, esta pareja de pintores viajeros fue envuelta súbitamente en un aire de distancia imposible. Habrá sido movilizado quizás ese aire de distancia por los kilómetros que los separaban de su lugar de origen. O quizás ese aire, elemento invisible pero cuantificable, se refiere a la distancia entre los dos pintores y su entorno, entre sus ilustraciones y sus objetos, o entre la experiencia del viaje y la narración de este.
Un aire de distancia reúne en Il Posto el trabajo de siete artistas que comparten el aire de los desplazamientos, de los desarraigos y de la impermanencia. Cada una de las obras exhibidas aquí está envuelta en su propia singularidad narrativa arraigada a la pulsión de lo errante. Ellas tensionan, cada una en su propia medida, las convenciones modernas de los descubrimientos de tierras y civilizaciones como formas de dominación y purificación. La exhibición por lo tanto se articula como un breve ensayo espacial que plantea interrogantes acerca de la construcción de la identidad e imaginario de nuestra región a partir del trabajo de artistas que no sólo ilustran y narran, sino que a la vez conflictúan, la experiencia de las trashumancias humanas.
Este exhibición se divide en tres secciones: en la primera, se presentan los trabajos de los artistas chilenos Juan Dávila (1846), Eugenio Dittborn (1943) y la artista Nury González (1960); en la segunda, se sitúan las obras del alemán Johann Moritz Rugendas (1802 – 1858) y el artista venezonalo Christian Vinck (1978); y en la tercera, nos encontramos con el trabajo de la artista mexicana Teresa Margolles (1963) y del artista ecuatoriano Adrián Balseca (1989). Cada una de estas secciones adopta la forma de un pliegue en el que se atiende con singularidad una hipótesis que se devela como recuerdo. La figura del pliegue, que proviene en este caso particular de la práctica y pensamiento del artista Eugenio Dittborn, nos permite imaginar un escenario en el cual los lugares y tiempos inscritos en estos espacios chocan, se yuxtaponen e invierten entre sí.